No hay matriarcado, hay mujeres cansadas de sobrevivir al patriarcado


Cada tanto se escucha decir que en ciertas familias o comunidades “mandan las mujeres”. Que tal casa o región es “matriarcal” porque las madres o abuelas son las que deciden, las que sostienen, las que no necesitan a los hombres para salir adelante. Pero detrás de esa afirmación, que a veces parece celebrar la fortaleza femenina, hay una gran confusión: el matriarcado, tal como se invoca en la cultura popular, es una ficción dentro de una sociedad patriarcal.

Lo que suele llamarse “matriarcado” en realidad describe situaciones de abandono y marginación, no de poder. Son contextos donde las mujeres se ven obligadas a cargar con todo: la crianza, la manutención, los cuidados, la estabilidad emocional y económica del hogar. No porque el sistema les haya otorgado autoridad, sino porque las estructuras patriarcales las dejaron solas. En lugar de un poder femenino, lo que hay es responsabilidad desbordada ante la ausencia masculina.

La narrativa del “matriarcado” sirve así para disfrazar la desigualdad estructural. Se romantiza la fuerza de las mujeres que sostienen hogares y comunidades sin reconocer que esa fortaleza nace del agotamiento, no del privilegio. Mientras tanto, los espacios de decisión política, económica y simbólica siguen siendo mayoritariamente masculinos.




Desde la antropología, conviene distinguir entre matriarcado y matrilinealidad. Las sociedades matrilineales sí existen: son aquellas donde la herencia, la filiación o la pertenencia al clan se transmite a través de la línea materna. En esos contextos, la madre es el eje de continuidad y pertenencia, pero no necesariamente domina o subordina a los hombres.

Ejemplos de culturas matrilineales son los mosuo de China, los minangkabau de Indonesia o los hopi en Norteamérica. En ellas, el parentesco y la transmisión del patrimonio se organizan en torno a la madre, pero la autoridad tiende a ser más horizontal y comunitaria, no una inversión del patriarcado.

Por eso, matrilinealidad no equivale a matriarcado. El matriarcado sería el espejo invertido del patriarcado, un sistema donde las mujeres detentan poder, privilegio y control sobre los hombres. Y eso, hasta ahora, no ha existido como modelo social dominante.

El mito del “reinado de las mujeres”

Cuando se afirma que las mujeres “ya dominan”, “mandan en casa” o “los hombres ya no pueden opinar”, lo que está ocurriendo es otra cosa: una defensa simbólica del patriarcado. Es el miedo al desplazamiento de un orden que siempre ha colocado a los hombres en el centro. El mito del matriarcado funciona entonces como una proyección del temor masculino a perder poder, y como una estrategia para deslegitimar las luchas feministas y los avances en igualdad de género.

Pero los datos y la realidad son claros: las mujeres siguen enfrentando brechas salariales, violencia doméstica, sobrecarga de cuidados y subrepresentación política. Si eso fuera un matriarcado, sería el más desigual del mundo.

Lo que realmente sostiene la vida…

El llamado “matriarcado” es, en realidad, una economía del cuidado sostenida por mujeres que han aprendido a sobrevivir a la ausencia y a la desigualdad. No son “dominantes”: son indispensables. Y esa diferencia es esencial. Nombrar las cosas con precisión no solo es una cuestión semántica; es también una forma de justicia simbólica.

Reconocer que no hay matriarcado, sino patriarcado sostenido por mujeres, nos permite ver con claridad las causas de esa carga desigual y nos invita a transformarlas. No se trata de invertir el orden, sino de construir relaciones y comunidades donde la vida y el cuidado no sean un castigo femenino, sino una responsabilidad compartida.

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