A lo largo de las últimas décadas, ha emergido con fuerza una variedad de colectivas, círculos y espacios organizativos liderados por mujeres. Desde los feminismos comunitarios hasta los grupos de acompañamiento terapéutico, estas formas de organización se han caracterizado por el cuidado mutuo, la sanación emocional y la construcción de nuevas formas de resistencia. En muchos casos, son verdaderos territorios afectivos en los que se recupera el sentido de lo humano en medio de contextos profundamente violentos.
En contraste, cuando observamos cómo se agrupan muchos varones en colectivos, foros, cofradías o espacios digitales, se revela un patrón inquietante: más que para sanar, los hombres tienden a organizarse para defenderse del cambio, para reforzar vínculos de poder y en ocasiones, para reproducir violencias. Lo que podría ser una oportunidad para la transformación emocional y social, con demasiada frecuencia se convierte en una trinchera de odio, resentimiento o negación de la desigualdad.
Esta no es solo una impresión ni una generalización arbitraria. Diversos estudios, análisis sociológicos y observaciones desde la psicología de las masculinidades lo confirman: los colectivos masculinos están marcados, mayoritariamente, por una lógica de reacción antes que de reflexión.
La organización de las mujeres: redes para resistir, sanar y vivir.
Las formas de organización de las mujeres no son recientes, pero han cobrado visibilidad con el avance del feminismo contemporáneo. Estas colectivas surgen no como privilegio, sino como respuesta al trauma histórico, la exclusión y la violencia sistemática.
Organismos como ONU Mujeres y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) han documentado cómo las redes de mujeres cumplen un papel clave en:
• La prevención de la violencia de género.
• El empoderamiento político y comunitario.
• La contención emocional en contextos de trauma.
• La construcción de justicia restaurativa en entornos comunitarios.
Estos espacios son intergeneracionales, diversos, muchas veces autogestivos, y profundamente politizados. Incorporan saberes ancestrales, pedagogías feministas, prácticas espirituales y acompañamientos psicoemocionales. Son, en muchos sentidos, espacios de humanidad radical.

La organización masculina: entre el victimismo identitario y la reacción violenta.
Cuando revisamos los colectivos masculinos contemporáneos —especialmente los que se forman en entornos digitales— el panorama cambia drásticamente. En lugar de formar círculos de cuidado o deconstrucción, proliferan espacios defensivos, narcisistas o directamente misóginos.
Grupos como los MGTOW (Men Going Their Own Way), los Incel (célibes involuntarios) o los defensores de los mal llamados “derechos de los hombres” comparten un núcleo común: una narrativa de pérdida, resentimiento y revancha frente a los avances feministas.
Estudios como los del Centre for Countering Digital Hate (2022) y el Southern Poverty Law Center (2019) han documentado cómo estos grupos:
• Promueven discursos de odio contra mujeres y disidencias sexuales.
• Difunden teorías conspirativas antifeministas.
• Rechazan cualquier crítica a la masculinidad tradicional.
• Reivindican un regreso a formas autoritarias de control sobre el cuerpo y la vida de las mujeres.
Para el sociólogo Michael Kimmel, especialista en masculinidades:
“Estos hombres no están oprimidos. Están desposeídos de privilegios que antes consideraban derechos.”
Grupos de poder: la masculinidad como alianza violenta.
La antropóloga Rita Laura Segato ha analizado la violencia masculina no como un fenómeno individual, sino como un acto de cofradía, donde el grupo masculino se fortalece mediante la humillación, la violencia y el dominio. Ya sea en el abuso sexual, el bullying, el acoso en línea o la violencia simbólica, el acto violento se vuelve una pedagogía compartida que refuerza el vínculo entre varones.
“La violación no es un acto sexual. Es un acto de poder, un ritual de alianza masculina.” — Segato
En estos espacios, la masculinidad se define por la exclusión y el control, no por la vulnerabilidad o el cuidado. No se trata solo de hombres dañados, sino de estructuras colectivas que impiden la sanación al transformar el dolor en odio.

Existen círculos de hombres con orientación terapéutica, grupos de reflexión sobre masculinidades no hegemónicas y colectivos que promueven la equidad de género.
Sin embargo, estos espacios siguen siendo marginales y muchas veces cuestionados por los propios varones. No es raro que se les tache de “débiles”, “traidores” o “feminazis”. Además, algunos de estos espacios también corren el riesgo de caer en formas de liderazgo patriarcal disfrazado de sensibilidad.
La diferencia entre cómo se organizan mujeres y hombres no es solo una cuestión cultural. Es un síntoma profundo del sistema patriarcal: mientras las mujeres se organizan para sanar, los hombres tienden a organizarse para blindarse, para no cambiar, o incluso para atacar.
La organización femenina es una estrategia de vida.
La organización masculina, muchas veces, es una estrategia de poder.
Por eso, es urgente analizar críticamente cómo se forman estos colectivos masculinos y para qué. Porque una colectividad que no se cuestiona se convierte fácilmente en una trinchera de odio disfrazada de identidad.
Frente a un mundo en crisis, no necesitamos más grupos que promuevan el miedo o la revancha.
Necesitamos espacios radicales de transformación colectiva, también entre varones.
No desde la culpa, sino desde la responsabilidad.
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