El 25 de noviembre no es únicamente una fecha para denunciar la violencia contra las mujeres; es también un termómetro que revela qué tanto los hombres estamos dispuestos a mirar de frente el papel que desempeñamos en ese mismo fenómeno. Si la violencia de género es estructural —y la evidencia histórica, estadística y social indica que lo es—, entonces no puede entenderse sin analizar la construcción social de las masculinidades. Cada feminicidio, cada agresión sexual, cada caso de violencia física o emocional no emerge de la nada, sino de una cultura patriarcal que ha formado a los hombres para ejercer poder, dominación y control sobre las mujeres, y que sigue justificando, romantizando y normalizando ese ejercicio de poder. El 25N, por tanto, no debería interpelar solo a las mujeres que denuncian la violencia, sino también a los hombres que la provocan, la minimizan, la permiten, la callan o se benefician de la posición privilegiada que la sostiene.
En este contexto, la participación masculina no puede limitarse a declaraciones de apoyo ni a actitudes defensivas como el “no todos los hombres”. Esa frase, repetida hasta el cansancio, obstaculiza la posibilidad de análisis profundo: desplaza la conversación del problema estructural hacia la identidad individual, convierte la lucha contra la violencia en un concurso de “buenos y malos hombres” e impide discutir el verdadero núcleo del asunto: la manera en que los varones hemos sido educados para relacionarnos con nosotros mismos, con los demás hombres y especialmente con las mujeres. El punto no es demostrar inocencia, sino comprender cómo la socialización masculina forma parte del engranaje que hace posible la violencia.
La agresión física se ha entendido como “violencia real”, mientras formas de daño emocional, económico, psicológico y simbólico se han legitimado como parte de la vida cotidiana. Los celos se han presentado como amor. El control se ha disfrazado de protección. La infidelidad se ha justificado como “naturaleza masculina”. El uso del silencio como castigo se ha normalizado como argumento. La sexualidad femenina se ha vigilado mientras la masculina se ha celebrado. La idea de que las mujeres deben ser tolerantes, conciliadoras y comprensivas ha permitido que los hombres descarguen frustración, dependencia emocional y falta de regulación afectiva sin asumir responsabilidad. Todos estos elementos componen el ecosistema cultural que sostiene la violencia; y sin su reconocimiento, la erradicación resulta imposible.

Hablar del 25N desde el «ser hombre» implica reconocer que la violencia se reproduce mucho antes del primer golpe. Comienza en la infancia cuando a los niños se les enseña a reprimir emociones, a no pedir ayuda, a no llorar, a competir, a dominar, a vincular el valor personal con la conquista o con el poder. Crece en la adolescencia cuando se refuerza la idea de que los deseos masculinos deben ser priorizados, satisfechos e incluso tolerados sin límites. Se afianza en la adultez cuando el trabajo emocional, la organización del hogar y la responsabilidad afectiva se depositan sobre las mujeres como si fueran obligaciones naturales. Y se transmite entre hombres a través de la complicidad silenciosa: los chistes, la burla hacia la sensibilidad, la protección mutua frente a críticas, la validación del control afectivo y la descalificación de las mujeres que se defienden.
Por ello, el 25N exige que los hombres dejemos de mirar la violencia como un problema externo. La violencia de género no es un error moral de unos cuantos, sino un síntoma de un sistema que produce subjetividades masculinas entrenadas para ejercer dominio y callar dolor. La transformación de esta realidad no radica únicamente en denunciar la agresión física más evidente, sino en desmantelar la educación emocional, cultural y social que nos enseñó a amar sin ternura, a desear sin consentimiento, a enojarnos sin responsabilidad y a existir sin cuestionar los privilegios otorgados por nuestro género.
La pregunta esencial no es “¿soy yo un hombre violento?”, sino “¿cuáles dinámicas de la masculinidad tradicional sigo perpetuando que contribuyen a un mundo violento?”. Pasar de la negación a la reflexión; de la reflexión a la autocrítica; de la autocrítica a la transformación en los vínculos cotidianos. Eso es participación real.
Abandonar la complicidad masculina no implica renunciar a la identidad; implica resignificarla. Implica construir una masculinidad que no necesite dominar para sentirse poderosa, que no ataque la vulnerabilidad sino que la honre, que no confunda presencia con control, que no busque amor como posesión sino como encuentro. Implica asumir que la seguridad y la libertad de las mujeres no dependen de su capacidad de protegerse, sino de nuestra capacidad de dejar de violentar.
El 25N no debe ser una fecha para que los hombres nos sintamos acusados, sino para que nos nombremos responsables de ser parte del cambio. La violencia contra las mujeres no se detendrá sin una profunda transformación masculina. Y si los hombres realmente aspiramos a un mundo donde las mujeres puedan vivir sin miedo, la lucha debe comenzar en nuestras creencias, nuestras prácticas, nuestras conversaciones con otros hombres, en la crianza de los niños, en la forma en que habitamos el poder, y sobre todo en la manera en que nos relacionamos con las mujeres.
No se trata de hablar de ser “mejores hombres”, sino de dejar de ser los mismos. Ese es el verdadero desafío del 25N.
Christian Ortíz
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