Ternura y rebeldía para otros mundos posibles



Vivimos en un tiempo donde la crueldad ya no es una excepción: se ha normalizado como modo de existencia. No solo se expresa en la violencia visible, sino en una forma de cultura y de subjetividad que reproduce desprecio, aislamiento afectivo, competencia permanente, despreocupación por la vida y desconfianza hacia el otro. Rita Segato lo ha nombrado como pedagogía de la crueldad: un proceso sociocultural que enseña a los cuerpos —particularmente a los cuerpos masculinos— a desprenderse de la sensibilidad, del cuidado, del arraigo y de la responsabilidad con la vida. Se trata de una maquinaria afectiva y política que vuelve la violencia un lenguaje y la dominación un modo de pertenecer al orden patriarcal.
Esta pedagogía de la crueldad no solo es contenida en las instituciones; se transmite día a día en la familia, la escuela, la cultura, los medios, el trabajo, y especialmente en los vínculos amorosos. De ahí la importancia de recordar lo que bell hooks enseñó con tanta lucidez: “el amor es un acto político”. Cultivar afecto, intimidad, cuidado y responsabilidad emocional es un desafío a un sistema que prefiere sujetos solitarios, fragmentados, ansiosos, insensibles y obedientes al mandato de competir, ascender, sobresalir y consumir. La ternura, lejos de ser una debilidad, se vuelve una fuerza epistemológica: una manera de conocer, vincularnos e imaginar comunidad.


Amor, ternura, cuidado, empatía y vulnerabilidad han sido históricamente feminizados y desvalorizados porque, como explica Carol Gilligan, amenazan la lógica jerárquica del orden patriarcal. El capitalismo —especialmente en su versión neoliberal— profundiza esta pedagogía del desapego: nos separa de los otros y de nosotras/os mismas/os, fragmenta la comunidad, convierte la vida en mercancía. En palabras de Silvia Federici, la acumulación capitalista ha dependido siempre de la desvalorización y expropiación del trabajo de cuidado. Despegar el amor de la política ha sido funcional al sistema; unirlos nuevamente es profundamente subversivo.


Por eso, pensar futuros más justos implica pensar otras formas de vínculo. La rebeldía de este tiempo no está únicamente en la protesta visible o en la resistencia institucional —aunque ambas son necesarias—, sino también en nuestras prácticas afectivas cotidianas. Cambiar el mundo implica cambiar cómo habitamos los vínculos. Eduardo Galeano escribía que mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo. Podemos agregar: mucha gente en pequeñas relaciones, actuando con ternura radical, puede transformar la cultura.
La ternura mira al otro como un fin en sí mismo. No es caridad ni paternalismo ni romanticismo ingenuo: es ética relacional. Es la base de lo que Leonardo Boff llama cuidado como principio de convivencia y de civilización. Implica reconocer que no existimos aislados, que la vida es siempre interdependencia, que somos vulnerables y que ahí no hay fracaso, sino humanidad.
En contraparte, el patriarcado nos enseñó a ver la vulnerabilidad como un defecto. Nos enseñó que llorar es derrotarse, que necesitar es ser débil, que sentir es peligroso. Y sin embargo, como recuerda Brené Brown, la vulnerabilidad es el núcleo de la conexión, la creatividad y el sentido de pertenencia: sin vulnerabilidad, no existe comunidad.
Por eso, la ternura como proyecto político no es huida del conflicto ni escapismo espiritual: es desobediencia afectiva. Es negarse a mantener vínculos basados en dominación, castigo, indiferencia o control. Es renunciar a la crueldad como identidad y elegir lo que Valérie Tasso llama el riesgo de estar vivos y en relación.


La contrapedagogía de la crueldad —si usamos la expresión a la inversa— no se enseña desde arriba: se cultiva en las relaciones. Se gesta en la crianza consciente, en la amistad que abraza, en el amor no posesivo, en la autocrítica emocional, en el cuidado de la tierra, en la responsabilidad comunal, en la escucha atenta, en la ternura que sostiene incluso cuando duele.



Ternura y rebeldía no son polos opuestos: se alimentan mutuamente.


Ser tierno en un sistema construido para la deshumanización es un acto profundamente insurrecto. Crear vínculos en un mundo que fomenta la soledad es revolución íntima. Cuidar en un mundo que desprecia lo humano es una forma de lucha.
Estamos aquí para imaginar otros mundos posibles, y esa imaginación comienza en lo más cercano: nuestras relaciones. La ternura es la memoria de lo que somos y la profecía de lo que podríamos ser. La rebeldía es el movimiento que nos permite construirlo. Si realmente queremos un futuro distinto, no basta con derrumbar las estructuras externas: debemos desmontar la geografía emocional que la crueldad dejó en nuestros cuerpos.
Devolverle a la vida su ternura es reclamar la política más urgente: la del cuidado, la de los vínculos, la de la dignidad humana, la de la interdependencia / interconexión.
Porque el mundo que viene —si es que va a ser habitable— no se levantará solo con nuevas leyes o nuevas instituciones, sino con nuevas formas de sentir y conectar.

Christian Ortíz

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