Los agresores con marco teórico: cuando el saber se convierte en violencia – Christian Ortíz

Hay una moraleja
hay de aquella que el sendero le deja.

Ahora, como antes,
hay una verdad evidente:

entre más dulce es la lengua,
más afilado es el diente.



Hay violencias que no gritan, que no golpean, que no insultan. Se ejercen con tono pausado, con palabras elegantes, con citas bibliográficas y discursos sobre la deconstrucción.
En contextos que pretenden ser antipatriarcales, también puede habitar el mismo patrón de dominación: personas que se esconden tras sus saberes y sus marcos teóricos para depredar, manipular o ejercer poder sobre otros cuerpos y otras voces.
No basta con hablar de antipatriarcado; hay que encarnarlo. Y eso implica reconocer cómo el patriarcado se infiltra incluso en los espacios donde se le combate.


El patriarcado no se disuelve con el discurso.

El patriarcado no es solo un sistema político o cultural, sino un entramado de prácticas, símbolos y relaciones que jerarquizan la vida.
Está en la universidad, en las comunidades, en las terapias, en los colectivos, en los grupos espirituales, en el lenguaje mismo.
Y sobrevive también dentro de quienes lo critican.

Como advierte Rita Segato, el patriarcado es un orden pedagógico: enseña a dominar, a ocupar el centro, a convertir la palabra en poder. Por eso, no se destruye solo con teorías o posturas ideológicas; requiere una revisión constante de cómo nos vinculamos, de cómo encarnamos el poder en lo cotidiano.

Cuando alguien utiliza un discurso progresista, académico o espiritual para imponerse sobre otras personas, para seducir, manipular, humillar o generar dependencia, no estamos frente a una incoherencia menor: estamos ante una forma sofisticada de violencia patriarcal.



El disfraz del saber y la violencia intelectualizada.

Existen figuras que se apropian de los lenguajes de la crítica —el feminismo, la teoría queer, los estudios decoloniales, la psicología humanista, la espiritualidad liberadora— para sostener su propio narcisismo.
Son personas que acumulan teoría como armadura y la despliegan como espectáculo, pero en sus vidas privadas reproducen (o reproducimos) los mismos patrones de dominio que dicen desmontar.

Como diría bell hooks, “el amor y la justicia no florecen donde el ego busca el centro del escenario”.
Y sin embargo, es común encontrar espacios donde el reconocimiento intelectual se convierte en moneda de poder: se premia la erudición, se silencia la duda, se jerarquiza la voz de quien “sabe”.
En ese contexto, algunos se sienten autorizados a transgredir límites personales, afectivos o éticos, amparados en su prestigio teórico o su supuesta conciencia política.



¿Cómo reconocer a un agresor que se refugia en el discurso?

No siempre es fácil verlo, porque no encaja en las formas visibles del abuso. Pero hay signos que permiten reconocerlo:

Habla en nombre de “la teoría” o “la conciencia” para invalidar lo que otra persona siente o vive.

Usa la jerga académica o militante para imponer autoridad, no para generar diálogo.

Se autoproclama “deconstruido”, pero exige admiración y obediencia.

Acumula seguidores, discípulos o “pacientes” en torno a su figura.

En lo privado, ejerce manipulación emocional, abuso de poder, violencia sexual o simbólica.

Nunca se nombra en la crítica; siempre es “el otro” quien está en falta.

Usa los conceptos de cuidado, acompañamiento o pedagogía para controlar o vulnerar.


No se trata solo de incoherencia. Se trata de una estrategia de legitimación: esconder la violencia bajo la máscara del saber.




El discurso antipatriarcal como refugio del patriarcado 🫠

Audre Lorde advirtió que “las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo”.
Esto significa que si el lenguaje crítico se usa desde la misma lógica jerárquica, narcisista y dominadora, se convierte en una prolongación del patriarcado, aunque esté adornado de palabras nuevas.

Por eso es tan necesario reconocer que las luchas antipatriarcales no son un territorio puro, sino un proceso vivo, contradictorio y vulnerable.
Las personas que habitamos estos espacios también tenemos que revisar nuestras sombras, nuestros privilegios, nuestras formas de ejercer influencia.
Porque cuando el discurso sustituye a la práctica, cuando la teoría reemplaza la autocrítica, se genera un terreno fértil para la violencia disfrazada de conciencia.


Saber sin violencia…

Los saberes que nacen de los caminares antipatriarcales nos recuerdan que el conocimiento debe tener raíz en la vida y coherencia en el cuerpo.
Que el saber no es propiedad privada, sino tejido colectivo.
Que el conocimiento sin ética relacional se convierte en colonización.
Y que la verdadera descolonización del pensamiento implica también la despatriarcalización de nuestros vínculos, de nuestras maneras de enseñar, de acompañar y de amar.

Hablar de antipatriarcado no es portar un discurso, sino habitar un compromiso: revisar constantemente cómo ejercemos el poder, cómo escuchamos, cómo cuidamos, cómo reparamos.
Los agresores que se esconden en sus saberes rehúyen de esa revisión.
Por eso, el desafío no es solo detectarlos, sino construir espacios donde la coherencia, el cuidado y la ética sean más importantes que el prestigio, el título o la cita correcta.

Las violencias más sofisticadas son las que se visten de conciencia.
Cuando alguien utiliza el conocimiento, la teoría o el lenguaje antipatriarcal para perpetuar relaciones de dominio, lo que ejerce no es pedagogía ni acompañamiento: es una forma refinada de patriarcado.

Y frente a ello, el acto más radical sigue siendo mantener la palabra honesta, el cuerpo coherente y el saber compartido con humildad.

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